Inclusión y exclusión social en trayectorias sociales cada vez más diversificadas
Este contexto complejo y lleno de preguntas sin respuesta es el nuevo marco en el que podemos inscribir el concepto de exclusión social. Concepto que engloba a la pobreza pero va más allá. Cada persona, cada situación es distinta, pero existen parámetros que las acercan unas a otras. Una situación que es el resultado de un proceso de pérdida de vínculos personales y sociales, que provoca que a una persona o a un colectivo le resulte muy difícil acceder a los recursos, las oportunidades y las posibilidades de los que dispone el conjunto de la sociedad. Probablemente no hay personas excluidas, sino momentos de exclusión. Acumulación de riesgos y vulnerabilidades que conllevan que en un momento determinado esa persona quede fuera de los canales habituales, y que le cueste mucho salir de ahí sin ayuda, sin contar con recursos de los que no dispone.
La exclusión social, como realidad de hecho, no es algo básicamente nuevo. Puede inscribirse en la trayectoria histórica de las desigualdades sociales. ¿Qué hay entonces de nuevo? Muy en síntesis, lo nuevo es que ya no tenemos sólo la clásica desigualdad de “los de arriba” y “los de abajo”, “los que tiene” y “los que no tienen”, sino que además tenemos situaciones diversificadas de “los de dentro”, “los de fuera”. Los que tienen vínculos, lazos, relaciones que les permiten superar conflictos y riesgos, y aquellos otros que no disponen de esos amortiguadores de vulnerabilidad, y padecen más directamente las consecuencias de ello.
Hablamos de situaciones que no afectan sólo a grupos predeterminados concretos. Más bien al contrario, afectan de forma cambiante a personas y colectivos. La distribución de riesgos sociales –en un contexto marcado por aumentos de inseguridades de todo tipo– se vuelve mucho más compleja y generalizada. El riesgo de ruptura familiar en un contexto de cambio en las relaciones de género, el riesgo de descualificación en un marco de cambio tecnológico acelerado, el riesgo de precariedad e infrasalarización en un contexto de cambio en la naturaleza del vínculo laboral, el riesgo de caer en drogodependencias de las que es difícil salir... todo ello y otros muchos ejemplos, pueden trasladar hacia zonas de vulnerabilidad a la exclusión a personas y colectivos variables, en momentos muy diversos de su ciclo de vida. Las fronteras de la exclusión son móviles y fluidas; los índices de riesgo presentan extensiones sociales e intensidades personales altamente cambiantes.
Hablamos pues de situaciones que no se explican con arreglo a una sola causa. Ni tampoco sus desventajas vienen solas. Pero, lo cierto es que todos los datos apuntan a que en los últimos años las situaciones de exclusión se dan sobre todo entre familias monoparentales, niños, jóvenes y personas mayores de 45 años que llevan más de dos años buscando trabajo, y casi siempre con factores de agravamiento de estas situaciones provocado por el hecho de ser mujer o inmigrantes.
Es evidente que existen factores que generan exclusión. De entrada, la diversificación étnica derivada de emigraciones de los países empobrecidos, generadora de un escenario de precarización múltiple (legal, económica, relacional y familiar). Por otro lado, la alteración de la pirámide de edades, con incremento de las tasas de dependencia demográfica, a menudo ligadas a estados de dependencia física. Y sin duda, la pluralidad de formas de convivencia familiar con incremento de la monoparentalidad en capas populares. Todo ello se suma y se añade a viejos problemas, que se presentan hoy con nuevas caras: drogodependencias, adicciones, reinserción después de periodos carcelarios…
El trabajo sigue siendo también un factor de inestabilidad y de vulnerabilidad. Y todavía más en las nuevas formas de flexibilidad-precariedad. Todo ello genera “nuevos perdedores”: desempleo juvenil de nuevo tipo, estructural y adulto de larga duración; trabajos de baja calidad sin vertiente formativa; y empleos de salario muy bajo y sin cobertura por convenio colectivo.
Por otro lado, las viejas políticas redistributivas resisten mal los nuevos acordes de desigualdad que suenan en este inicio de siglo. Se han ido consolidando, por una parte, fracturas de ciudadanía a partir del diseño poco inclusivo de las políticas de bienestar. Por ejemplo, la exclusión de la seguridad social de grupos con insuficiente vinculación al mecanismo contributivo, o la exclusión de sectores de jóvenes vulnerables al fracaso escolar en la enseñanza pública de masas. Hemos ido constatando, por otra parte, el carácter fuertemente inequitativo que genera la falta de política de vivienda. Este conjunto de factores no operan de forma aislada entre sí. Se interrelacionan y, a menudo, se potencian mutuamente. De hecho, las dinámicas de exclusión social se desarrollan al calor de estas interrelaciones.
Nada de esto es insoslayable o provocado por un destino sobre el que no podamos operar. La exclusión es susceptible de ser abordada desde los valores, desde la acción colectiva, desde la práctica institucional y desde las políticas públicas.